
Editorial Autores Premiados
Novela corta
Blanca es una novela ambientada en París, en el primer tercio del siglo XX. Es la historia de una derrota, relatada de manera sencilla, no trágica. En esa naturalidad reside la belleza y la profundidad de la historia, con un final sorprendente y revelador. El amor y el trabajo del bacteriólogo francés, principal protagonista de la narración, se echan a perder por culpa del amor físico y de la gloria. Una galería de personajes singulares y una estupenda mezcla de poesía y realismo sucio como ya nos tiene acostumbrados el autor.
Finalista del XXV Premio de novela corta Felipe Trigo (2005).
Ganadora del XIII Premio Valdemembra de Novela (2010).
Cubierta: Hernán Talavera
(Extracto primer capítulo, inicio de la obra)
La escena del coche de niño cayendo escaleras abajo me ha
impresionado. Creo que a todos los que estábamos en el cine. A todos, menos a
una pareja de amantes que se besaban acaloradamente en la última fila, ajenos
al humo de los cigarros y a la dureza de
los brazos de madera de las butacas. La película se titula El acorazado Potemkin, su autor es Eisenstein y mi nombre es Boris
Lefèvre.
Hace dos días me nombraron profesor de Bacteriología. Hace
veintisiete años, inaugurado el siglo XX, superar una enfermedad infecciosa con
tratamiento médico resultaba tan complicado como conseguirlo sin tratamiento.
Luego llegaron las vacunas, que originaban la oportuna reacción inmunitaria.
Guillaume Petit siempre me mira con aire de superioridad. El
tamaño importa en muchos casos. Llevo años aumentando el tamaño de mis
pensamientos, de mis temores, la talla del pantalón. También intento aumentar
el número de veces que hago el amor con Sophie, y la eficacia de los leucocitos
en su batalla natural contra los microbios.
Fuera del bar es de noche, y yo he sido nombrado profesor de
Bacteriología. Para celebrarlo he salido al cine y a cenar, con mi mujer,
Sophie Dubois. Atrás han quedado los grandes bulevares, las cincuenta y dos
columnas de La Madeleine y el restaurante de la Rue Royale. Pero todavía guardo
en la boca el sabor del hígado de oca y en la camisa, la mancha de salsa
tártara.
Sophie no ha comido casi nada.
—No tengo hambre —me ha dicho—. He masticado un pedazo de
cielo y se me han quitado las pocas ganas de comer que tenía.
Miré hacia arriba. No sabía si incluía en su bocado las
nubes y la luna, los arcángeles y al propio Dios. Si así fuera, con razón
estaba saciada.
—Me refiero a que la felicidad de estar contigo colma todos
mis deseos —prosiguió, abrazándose a mi cintura y pegando su cabeza en mi
pecho—. No hay nada como el amor, ¿verdad?
Dejé de mirar el cielo, no por deseo de centrarme en su
diálogo sino porque el cuello comenzó a dolerme. Cuando yo tenía quince años mi
hermano mayor tumbó de un puñetazo en la cara a mi peor enemigo. Se colocó a
horcajadas sobre él y siguió golpeando su nariz rota y sangrante, y su cabeza
contra el suelo como si fuese un coco, todo ello porque el día anterior, ese
mismo muchacho, me había pegado una bofetada y cobardemente rehuí el duelo.
Luego se levantó, mi hermano, y le dio una patada en el costado. Yo estaba
asustado. Mi hermano se me acercó fatigado, me echó la mano al hombro y me
dijo: «No hay nada como el odio, ¿verdad?».
No hay nada como nada.
Todo es singular.
Sophie permanece cogida a mi brazo mientras atravesamos los
tilos y castaños de indias del Jardin des Tuileries. Por un momento siento su
pecho crecer en mi costado.
—¿Paramos un poco? —le pregunto.
—No. Sigamos andando —responde, sonriendo.
El cochecito bajando descontrolado la escalera de Odessa me
ha sobrecogido. La película rompe las actuales reglas narrativas. La sociedad
burguesa del siglo pasado ha sido despedazada. La ciencia se halla al alcance
del hombre. Trabajo en el Instituto Pasteur. He recibido la felicitación de
nuestro pelirrojo director. Me encanta la investigación, me encanta soñar con
la completa inmunidad.
Sophie lleva una temporada más delicada y agotada de lo
habitual. Por las noches suda como una estufa y durante el día tose bastante.
Aunque no lo quiere reconocer debe de estar fatigada del enorme paseo que
estamos dando. Con la excusa de disfrutar de la actuación de unos acróbatas nos
detenemos sobre la antigua piedra del Pont Neuf. Cuando acaba la función
continuamos ahí parados, contemplando el Louvre, el cielo empantanado, los
jardines al borde del agua.
Ella insiste en caminar. No sé si pretende convencerme de
una ilusoria mejoría o disfrazar ingenuamente su más que evidente enfermedad.
El caso es que pasear por el río Seine, siguiendo la frágil línea de los
muelles, no termina siendo la mejor de las opciones. A unos metros de nosotros,
amparados en la oscuridad de un puente, una entusiasmada pareja hace el amor.
Subimos por las escaleras, alejándonos del río, para no
estorbar. Los escalones me hacen recordar que esa pareja es la misma del cine.
No miro atrás. Tras las ramas de los álamos y de los plátanos queda la envidia
de no poder hacer el amor con esa pasión. Queda la envidia de no poder hacer el
amor, simplemente.
Hoy es miércoles, el segundo miércoles del mes de octubre,
hoy celebro que he sido nombrado profesor, hoy Sophie tiene la cara tan pálida
como la luna.