El sueño de las ballenas



El sueño de las ballenas (2007)
Editorial Los libros de el problema de Yorick
Libro de relatos

"El sueño de las ballenas es un libro de cuentos. Ni más ni menos. Ningún género tan difícil como el del cuento literario. A modo de contrapartida, ninguna lectura con un poder equiparable para cautivar y conmover. En los relatos que componen este libro, Anselmo Gómez conjuga el humor y el erotismo, lo grotesco y lo sublime, lo sórdido y lo lírico. Mediante esta hábil alquimia de contrarios, se las ingenia para desplegar ante el lector un universo personalísimo habitado por una galería de excéntricos y entrañables personajes. Seis historias narradas con frescura y naturalidad poco usuales, en las que la magia se inflitra sutilmente en lo cotidiano. Unas páginas llenas de originalidad cuya lectura no querríamos agotar jamás". (Eloy M. Cebrián)


(Extracto del primer relato, El aroma de las palabras)


Inés tenía la costumbre de arrancar hojas al azar de los libros expuestos en las librerías. No le servían los ejemplares de la biblioteca. Debían ser hojas inmaculadas. Arrancaba una hoja, después de mirar alrededor para comprobar que nadie la veía, la guardaba de inmediato en su chaqueta y al llegar a casa la desdoblaba, la olía un par de veces y la leía con detenimiento, como si fuese el único resto literario del continente. Luego la colocaba bajo un montón de hojas sustraídas con anterioridad, formando un singular libro que, misteriosamente, pese al azar, guardaba un argumento consistente.

Una tarde de agosto la sorprendí arrancando una hoja. Ella me miró, a mitad de la maniobra. Y se quedó quieta un instante. Luego siguió arrancando la hoja, despacio, milímetro a milímetro, mientras sus labios se abrían a la misma velocidad, mostrándome una sonrisa encantadora, despojada de miedos.
Al cabo de un par de horas eran sus muslos los que se abrían para mí. “Algún día podrás arrancar la hoja de un libro mío”, le dije, soñando como siempre con lograr publicar una novela. “Ese día, terminaré mi colección”, me dijo al tiempo que me mordía el hombro, se apretaba contra mi pecho y emitía un gemido intenso.
Inés se vino a vivir a casa. “No conoces nada de mí”, le advertí. Ella volvió a sonreír. “Hueles a cedro”, me dijo. “Y con eso me basta”. En los siguientes días descubrí que Inés era capaz de oler los sentimientos de las personas. Y no sólo eso, Inés identificaba las cosas por su olor. Sabía si me dolía la tripa con solo olerme, sabía si la mirada era limpia, si una persona era soberbia o si la tristeza ocupaba mis manos con solo olerme. También si una planta necesitaba agua o si un perro tenía hambre. Cerraba los ojos, entornaba las aletas de la nariz y adivinaba el estado de todas las cosas. Intentó enseñarme a apreciar la fragancia a canela de las pieles irritadas y el perfume a naranja de un buen discurso. El olor de la acetona de un enfermo de diabetes y el aroma a bergamota de un pensamiento sereno. El moho de las cosas podridas y la salvia de la sangre premenstrual.
Yo era bastante más torpe de lo esperado, y precisaba que sus palabras me confirmaran mis previsiones. “Necesito saber si me amas”, le dije. Ella se levantó, pasó a la cocina y regresó con un vaso de cristal. Se lo llevó a la boca, pronunció un te-quiero, dulce y espeso, y enseguida tapó el vaso con la mano. “Todos los días dejaré en su interior palabras de amor hacia ti”, me dijo. “Dejaré tantos te-quiero que finalmente el vaso reventará de impotencia”.
Hacíamos el amor en cualquier rincón del piso. Los vecinos aporreaban los tabiques para reclamarnos moderación en los gemidos y en el ruido de los muebles. El cabecero de forja de la cama permanecía incrustado en la pared debido a los numerosos empujones, el respaldo de las sillas amenazaba con descolarse y las puertas se veían incapaces de recibir por más tiempo la musculatura de nuestras espaldas. Uno de esos días de pasión, y tras recibir varios avisos por parte de los vecinos, Inés salió de casa, con el temblor del orgasmo todavía entre sus piernas, vestida únicamente con una camiseta mía, y se dedicó a dibujar con el pintalabios corazones amorosos en la puerta de todos los pisos.